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Simulacro y Filosofía Antigua, Platón y el Simulacro
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I
SIMULACRO Y FILOSOFÍA ANTIGUA
1. Platón y el simulacro
¿Qué significa «inversión del platonismo»? Nietzsche define así la tarea de su filosofía o,
más generalmente, la tarea de la filosofía del futuro. Parece como si la fórmula quisiera
decir: la abolición del mundo de las esencias y del mundo de las apariencias. Sin
embargo, un proyecto semejante no sería propio de Nietzsche. La doble recusación de las
esencias y de las apariencias se remonta a Hegel y, mejor aún, a Kant. Es dudoso que
Nietzsche quisiera decir lo mismo. Además, una fórmula como la de inversión tiene el
agravante de ser abstracta; deja en la sombra la motivación del platonismo. Invertir el
platonismo ha de significar, por el contrario, sacar a la luz esta motivación, «acorralar»
esta motivación: como Platón acorrala al sofista.
En términos muy generales, el motivo de la teoría de las Ideas debe ser buscado por el
lado de una voluntad de seleccionar, de escoger. Se trata de producir la diferencia.
Distinguir la «cosa» misma y sus imágenes, el original y la copia, el modelo y el
simulacro.¿Pero son válidas todas estas expresiones? EL proyecto platónico sólo aparece
verdaderamente si nos remitimos al método de la división. Porque este método no es un
procedimiento dialéctico entre otros. Concentra toda la potencia de la dialéctica para
fundirla con otra potencia, y así representa al sistema entero. En primer lugar diríase que
este método consiste en dividir un género en especies contrarias para subsumir la cosa
buscada en la especie adecuada, coma en el caso del proceso de especificación
continuada cuando se busca una definición de la pesca con caña. Pero éste es apenas el
aspecto superficial de la división, su aspecto irónico. Si se tomase en serio este aspecto,
la objección de Aristóteles estaría enteramente justificada: la división sería un silogismo
malo e ilegítimo, puesto que faltaría un término medio que, por ejemplo, nos permitiese
concluir que la pesca con caña se encuentra del lado de las artes de adquisición y de
adquisición por captura, etc.
La finalidad real de la división debe ser buscada en otra parte. En El Político se ofrece una
primera definición: el político es el pastor de los hombres. Pero surgen todo tipo de
rivales, el médico, el comerciante, el labrador, que dicen: «El pastor de los hombres soy
yo.» En Fedro se trata de definir el delirio y, de manera más precisa, de distinguir el delirio
bien fundado o el verdadero amor. También ahí surgen muchos pretendientes que dicen:
«El inspirado, el amante, soy yo.» La finalidad de la división no es, pues, en modo alguno,
dividir un género en especies, sino, más profundamente, seleccionar linajes: distinguir
pretendientes, distinguir lo puro y lo impuro, lo auténtico y lo inauténtico. De ahí la
metáfora constante que coteja la división con la prueba del oro. El platonismo es la
Odisea filosófica; la dialéctica platónica no es una dialéctica de la contradicción ni de la
contrariedad, sino una dialéctica de la rivalidad (amphisbetesis), una dialéctica de los
rivales o de los pretendientes: la esencia de la división no aparece a lo ancho, en la
determinación de las especies de un género, sino en profundidad, en la selección del
linaje. Seleccionar las pretensiones, distinguir el verdadero pretendiente de los falsos.
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Para realizar este objetivo, Platón procede una vez más con ironía. Pues, cuando la
división llega a esta verdadera tarea selectiva, todo sucede como si renunciase a
cumplirla y se hiciera relevar por un mito. De esta manera, en Fedro, el mito de la
circulación de las almas parece interrumpir el esfuerzo de la división; igual que en El
Político, el mito de los tiempos arcaicos. Este desprenderse, esta apariencia de
desprendimiento o de renuncia es la segunda trampa de la división, su segunda ironía.
Pues, en realidad, el mito no interrumpe nada; por el contrario, es elemento integrante de
la misma división. Lo propio de la división es superar la dualidad del mito y de la
dialéctica, y reunir en sí la potencia dialéctica y la potencia mítica. El mito, con su
estructura siempre circular, es, ciertamente, el relato de una fundación. Es él quien
permite erigir un modelo con el que los diferentes pretendientes puedan ser juzgados. Lo
que ha de ser fundado, en efecto, es siempre una pretensión. El pretendiente es quien
recurre a un fundamento a partir del cual su pretensión se encuentra bien fundada, mal
fundada o no fundada. Así, en Fedro, el mito de la circulación expone lo que las almas
pudieron ver de las Ideas antes de la encarnación: con ello nos da un criterio selectivo
según el cual el delirio bien fundado, o el amor verdadero, pertenecen a las almas que
vieron mucho y que tienen muchos recuerdos adormecidos, pero resucitables; las almas
sensuales, olvidadizas y de corta vista son, por el contrario denunciadas como falsos
pretendientes. Lo mismo sucede en El Político: el mito circular muestra que la definición
del político como «pastor de los hombres» sólo se ajusta literalmente al dios arcaico; pero
un criterio de selección se desprende de ahí, a partir del cual los diferentes hombres de la
Ciudad participan desigualmente del modelo mítico. En una palabra, una participación
electiva responde al problema del método selectivo.
Participar es, en todo caso, ser el segundo. De ahí la célebre tríada neoplatónica: lo
imparticipable, lo participado, el participante. También podríamos decir: el fundamento, el
objeto de la pretensión, el pretendiente; el padre, la hija y el novio. El fundamento es lo
que posee algo en primer lugar, pero que lo da a participar, que lo da al pretendiente
poseedor en segundo término por cuanto ha sabido atravesar la prueba del fundamento.
Lo participado es aquello que lo imparticipable posee al principio. Lo imparticipable da a
participar, da lo participado a los participantes: la justicia, la cualidad de justo, los justos. Y
sin duda, hay que distinguir todo tipo de grados, toda una jerarquía en esta participación
electiva: ¿no hay aquí un poseedor en tercero o cuarto lugar, etc., hasta el infinito de una
degradación, hasta aquel que no posea ya más que un simulacro, un espejismo, él mismo
espejismo y simulacro? En El Político se distingue detalladamente: el verdadero político o
el pretendiente bien fundado, después, los padres, los auxiliares, los esclavos, hasta
llegar a los simulacros y las falsificaciones. La maldición pesa sobre estos últimos, pues
encarnan la mala potencia del falso pretendiente.
Así, el mito construye el modelo inmanente o el fundamento-prueba según el cual deben
ser juzgados los pretendientes y su pretensión medida. Bajo esta condición, la división
persigue y alcanza su propósito que no es la especificación del concepto, sino la
autentificación de la Idea; no la determinación de las especies, sino la selección del linaje.
Sin embargo, ¿cómo explicar que de los tres grandes textos sobre la división, Fedro, El
Político y EL Solista, este último no presente ningún mito fundador? La razón de esto es
simple. Sucede que, en El Sofista, el método de división se emplea paradójicamente, no
para evaluar a los justos pretendientes sino, por el contrario, para acorralar al falso
pretendiente como tal, para definir el ser (o más bien, el no ser) del simulacro. El propio
sofista es el ser del simulacro, el sátiro o centauro, el Proteo que se inmiscuye y se
insinúa por todas partes. Pero, en este sentido, puede que el final de El Sofista contenga
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la aventura más extraordinaria del platonismo: a fuerza de buscar por el lado del
simulacro y de asomarse hacia su abismo, Platón, en el fulgor repentino de un instante,
descubre que éste no es simplemente una copia falsa, sino que pone en cuestión las
nociones mismas de copia... y de modelo. La definición final del sofista nos lleva a un
punto en donde ya no podemos distinguirlo del propio Sócrates: el ironista que opera en
privado con argumentos breves. ¿No era preciso llevar la ironía hasta ahí? ¿No era
necesario que Platón fuese el primero que indicara esta dirección de la inversión del
platonismo?
* * *
Partíamos de una primera determinación del motivo platónico: distinguir la esencia y la
apariencia, lo inteligible y lo sensible, la Idea y la imagen, el original y la copia, el modelo y
el simulacro. Pero ya vemos que estas expresiones no son válidas. La distinción se
desplaza entre dos tipos de imágenes. Las copias son poseedoras de segunda,
pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza; los simulacros están, como
los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una
desviación esenciales. Es en este sentido que Platón divide en dos el dominio de las
imágenes-ídolos: por una parte las copias-iconos, por otra los simulacros-fantasmas.1
Podemos entonces definir mejor el conjunto de la motivación platónica: se trata de
seleccionar a los pretendientes, distinguiendo las buenas y las malas copias o, más aún,
las copias siempre bien fundadas y los simulacros sumidos siempre en la desemejanza.
Se trata de asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros, de rechazar los
simulacros, de mantenerlos encadenados al fondo, de impedir que asciendan a la
superficie y se «insinúen» por todas partes.
La gran dualidad manifiesta, la Idea y la imagen, no está ahí sino con este fin: asegurar la
distinción latente entre los dos tipos de imágenes, dar un criterio concreto. Pues, si las
copias o iconos son buenas imágenes, y bien fundadas, es porque están dotadas de
semejanza, pero la semejanza no debe entenderse como una relación exterior: no va
tanta de una cosa a otra como de una cosa a una Idea, puesto que es la Idea la que
comprende las relaciones y proporciones constitutivas de la esencia interna. Interior y
espiritual, la semejanza es la medida de una pretensión: la copia no se parece
verdaderamente a algo más que en la medida en que se parece a la Idea de la cosa. El
pretendiente sólo se conforma al objeto en tanto que se modela (interior y espiritualmente)
sobre la Idea. No merece la cualidad (por ejemplo, la cualidad de justo) sino en tanto que
se funda sobre la esencia (la justicia). En síntesis, es la identidad superior de la Idea lo
que funda la buena pretensión de las copias, y la funda sobre una semejanza interna o
derivada. Consideremos ahora el otro tipo de imágenes, los simulacros: lo que pretenden,
el objeto, la cualidad, etc., lo pretenden por debajo, a favor de una agresión, de una
insinuación, de una subversión, «contra el padre» y sin pasar por la Idea.2 Pretensión no
fundada que recubre una desemejanza como un desequilibrio interno.
1 El Sofista, 236b, 264c.
2 Analizando la relación entre escritura y logos, Jacques Derrida redescubre esta figura del platonismo: el
padre del logos, el propio logos y la escritura. La escritura es un simulacro, un falso pretendiente, por cuanto
pretende apoderarse del logos con violencia y engaño, o incluso suplantarlo sin pasar por el padre. Véase «La
Pharmacie de Platon», Tel Quel, n. 32, págs. 12 y sigs., y n. 33, págs. 38 y sigs. La misma figura se encuentra
en El político: el Bien como padre de la ley, la ley misma, las constituciones. Las buenas constituciones son
copias; pero devienen simulacros desde que violan o usurpan la ley, hurtándose al Bien.
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Si decimos del simulacro que es una copia de copia, icono infinitamente degradado, una
semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de
naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de
una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin
semejanza.
El catecismo, tan inspirado del platonismo, nos ha familiarizado con esta noción: Dios hizo
al hombre a su imagen y semejanza, pero, por el pecado, el hombre perdió la semejanza,
conservando sin embargo la imagen. Nos hemos convertido en simulacro, hemos perdido
la existencia moral para entrar en la existencia estética. La observación del catecismo
tiene la ventaja de poner el acento en el carácter demoníaco del simulacro. Sin duda, aún
produce un efecto de semejanza; pero es un efecto de conjunto, completamente exterior,
y producido por medios totalmente diferentes de aquellos que operan en el modelo. El
simulacro se construye sobre una disparidad, sobre una diferencia; interioriza una
disimilitud. Es por lo que, incluso, no podemos definirlo en relación con el modelo que se
impone a las copias, modelo de lo Mismo del que deriva la semejanza de las copias. Si el
simulacro tiene aún un modelo, es un modelo diferente, un modelo de lo Otro, del que
deriva una desemejanza interiorizada.3
Tomemos la gran trinidad platónica: el usuario, el productor, el imitador. Si el usuario está
en la cima de la jerarquía es porque juzga fines y dispone de un verdadero saber que es
el del modelo o de la Idea. La copia podría ser considerada una imitación en la medida en
que reproduce el modelo; sin embargo, como esta imitación es noética, espiritual e
interior, es una verdadera producción reglamentada por las relaciones y proporciones
constitutivas de la esencia. Hay siempre una operación productora en la buena copia y,
para corresponder a esta operación, una recta opinión, cuando no un saber. Vemos, pues,
que la imitación está determinada a tomar un sentido peyorativo en tanto que no es sino
una simulación, que sólo se aplica al simulacro y que designa el efecto de semejanza
meramente exterior e improductivo, obtenido a través de astucias o por subversión. Ahí ya
no hay ni siquiera recta opinión, sino una especie de hallazgo irónico que ocupa el lugar
de un modo de conocimiento, un arte del hallazgo fuera del saber y de la opinión.4 Platón
precisa cómo se obtiene este efecto improductivo: el simulacro comprende grandes
dimensiones, profundidades y distancias que el observador no puede dominar. Y porque
no los domina, experimenta una impresión de semejanza. El simulacro incluye en sí el
punto de vista diferencial; el observador forma parte del propio simulacro, que se
transforma y se deforma con su punto de vista.5 En definitiva, hay en el simulacro un
devenir-loco, un devenir ilimitado como el del Filebo donde «lo más y lo menos van
siempre delante, un devenir siempre otro, un devenir subversivo de las profundidades,
hábil para esquivar lo igual, el límite, lo Mismo o lo Semejante: siempre más y menos a la
vez, pero nunca igual. Imponer un límite a este devenir, ordenarlo a lo mismo, hacerlo
semejante; y, en cuanto a la parte que se mantuviera rebelde, rechazarla lo más
profundamente posible, encerrarla en una caverna al fondo del océano: tal es el objetivo
del platonismo en su voluntad de hacer triunfar los iconos sobre los simulacros.
3 Lo Otro, en efecto, no es sólo un defecto que afecta a las imágenes; él mismo aparece como un modelo
posible que se opone al buen modelo de l0 Mismo: véase Teeteto, 176e, Timeo 28b.
4 Véase La República, X, 602a. Y El Sofista, 268x.
5 X. Audouard ha señalado este aspecto: los simulacros «son construcciones que incluyen el ángulo del
observador para que la ilusión se produzca desde el punto mismo en el que se encuentra el observador... En
realidad, el acento no se pone sobre el estatuto del no ser, sino más bien sobre esa pequeña distancia, ese
pequeño torcimiento de la imagen real, que contiene al punto de vista ocupado por el observador y que
constituye la posibilidad de construir el simulacro, obra del sofista» («Le Simulacre», Cahiers pour Vanalyse,
n. 3).
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El platonismo funda así todo el ámbito que la filosofía reconocerá como suyo: el ámbito de
la representación lleno de copias-íconos, y definido no en relación extrínseca a un objeto
sino en relación intrínseca al modelo o fundamento. El modelo platónico es lo Mismo, en
el sentido en que Platón dice que la Justicia no es otra cosa que justa, la Valentía,
valiente, etc.: la determinación abstracta del fundamento como lo que posee en primer
lugar. La copia platónica es lo Semejante: el pretendiente que recibe en segundo término.
A la identidad pura del modelo o del original corresponde la similitud ejemplar; a la pura
semejanza de la copia, la similitud llamada imitativa. No se puede decir, sin embargo, que
el platonismo desarrolle aún esta potencia de la representación por sí misma: se limita a
señalar su dominio, es decir, fundarlo; seleccionarlo, excluir de él todo lo que viniese a
alterar sus límites. Empero, el despliegue de la representación como bien fundada y
limitada, como representación acabada, es más bien objetivo de Aristóteles; en él la
representación recorre y cubre todo el dominio que va desde los más altos géneros a las
especies más pequeñas, y el método de división toma entonces su sesgo tradicional de
especificación que no tenía en Platón. Podemos asignar un tercer momento cuando, bajo
la influencia del cristianismo, ya no se busca solamente fundar la representación, hacerla
posible, ni especificarla o determinarla como finita, sino hacerla infinita, hacer que valore
una pretensión sobre lo ilimitado, que conquiste tanto lo infinitamente grande como lo
infinitamente pequeño, abriéndola en el Ser, más allá de los más grandes géneros, y en lo
singular, más acá de las especies más pequeñas.
Leibniz y Hegel marcaron con su genio esta tentativa. No obstante, si no se sale así del
elemento de la representación, es porque persiste la doble exigencia de lo Mismo y de lo
Semejante. Simplemente, lo Mismo ha encontrado un principio incondicionado capaz de
hacerlo reinar en lo ilimitado: la razón suficiente; y lo Semejante ha encontrado una
condición capaz de aplicarla a lo ilimitado: la convergencia o la continuidad. En efecto,
una noción tan rica como la composibilidad leibniziana significa que, como las mónadas
son asimiladas a puntos singulares, cada serie que converge alrededor de uno de estos
puntos se prolonga en otras series, convergiendo a su vez en torno a otros puntos; un
mundo diferente comienza en las inmediaciones de los puntos que harían diverger las
series obtenidas. Vemos, de este modo, cómo Leibniz excluye la divergencia,
distribuyéndola en < incomposibles» y conservando el máxima de convergencia o de
continuidad como criterio del mejor de los mundos posibles, es decir, del mundo real
(Leibniz presenta los otros mundos como «pretendientes peor fundados). De igual modo,
respecto a Hegel se ha señalado recientemente hasta qué punto los círculos de la
dialéctica giraban en torno a un solo centro, reposaban sobre un solo centro.6
Monocentraje de los círculos o convergencia de las series, la filosofía no abandona el
elemento de la representación cuando parte a la conquista de lo infinito. Su ebriedad es
fingida. Siempre prosigue la misma tarea, Iconología, y la adapta a las exigencias
especulativas del cristianismo (lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande). Y
siempre busca la selección de los pretendientes, la exclusión de lo excéntrico y de lo
divergente, en nombre de una finalidad superior, de una realidad esencial o incluso de un
sentido de la historia.
6 Louis Althusser escribe a propósito de Hegel: «Circulo de círculos, la conciencia sólo tiene un círculo que la
determina: necesitaría unos círculos con un centro distinto de ella, círculos descentrados, para que se viese
afectada en su centro por su eficacia, en una palabra, que su esencia estuviera sobredeterminada por ellos...»
(Pour Marx, edición Maspero, pág. 101).
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* * *
La estética sufre de una dualidad desgarradora. Designa, de un lado, la teoría de la
sensibilidad como forma de la experiencia posible; del otro, la teoría del arte como
reflexión de la experiencia real. Para que los dos sentidos se reúnan, es preciso que las
condiciones de la experiencia en general devengan a su vez condiciones de la
experiencia real; la obra de arte, por su parte, aparece entonces realmente como
experimentación. Sabemos, por ejemplo, que algunos procedimientos literarios (las otras
artes tienen equivalentes) permiten contar varias historias a la vez. Este es, sin duda, el
carácter esencial de la obra de arte moderna. No se trata en modo alguno de puntos de
vista diferentes sobre una historia que se supone la misma, pues los puntos de vista
siguen estando sometidos a una regla de convergencia; se trata por el contrario de
historias diferentes y divergentes, como si un paisaje absolutamente distinto
correspondiese a cada punto de vista. Hay por supuesto una unidad de series divergentes,
en tanto que divergentes, pero es un caos siempre descentrado que se confunde,
a su vez, con la Gran Obra.* Este caos informal, la gran carta de Finnegan's Wake, no es
un caos cualquiera: es potencia de afirmación, potencia de afirmar todas las series heterogéneas;
«complica» en él todas las series (de ahí el interés de Joyce por Bruno como
teórico de la complicatio). Entre estas series de base se produce una especie de
resonancia interna; esta resonancia infiere un movimiento forzado que desborda a las
propias series. Todos estos caracteres son los del simulacro cuando rompe sus cadenas y
asciende a la superficie: entonces, afirma su potencia de fantasma, su potencia
rechazada. Recordemos que Freud mostraba ya cómo el fantasma surge de dos series
cuando menos, una infantil y otra pospuberal. La carga afectiva ligada al fantasma se
explica por la amplitud del movimiento forzado que entraña. Se reúnen así las condiciones
de la experiencia real y las estructuras de la obra de arte: divergencia de las series,
descentramiento de los círculos, constitución del caos que los comprende, resonancia
interna y movimiento de amplitud, agresión de los simulacros.7
Estos sistemas, constituidos por la comunicación de elementos dispares o de series
heterogéneas, son, en un sentido, muy corrientes. Son sistemas de señal-signo. La señal
es una estructura donde se reparten diferencias de potencial, y que asegura la
comunicación de elementos dispares; el signo es lo que fulgura entre los dos niveles
fronterizos, entre las dos series comunicantes. Parece que todos los fenómenos
responden a estas condiciones por lo mismo que encuentran su razón en una disimetría,
en una diferencia, una desigualdad constitutivas: todos los sistemas físicos son señales,
todas las cualidades son signos. Es verdad, no obstante, que las series que los rodean
son exteriores; por lo mismo, también las condiciones de su reproducción se mantienen
exteriores a los fenómenos. Para hablar de simulacro es necesario que las series
heterogéneas estén realmente interiorizadas en el sistema, comprendidas o complicadas
en el caso: es necesario que su diferencia esté incluida. Sin duda hay siempre una
semejanza entre series que resuenan. Pero éste no es el problema, el problema está más
bien en el estatuto, en la posición de esta semejanza. Consideremos las dos fórmulas:
«sólo lo que se parece difiere», «sólo las diferencias se parecen». Se trata de dos lecturas
del mundo en la medida en que una nos invita a pensar la diferencia a partir de una
similitud o de una identidad previas, en tanto que la otra nos invita por el contrario a
* En el sentido alquímico del término.
7 Sobre la obra de arte moderna, y particularmente Joyce, véase Umberto Eco, L'Oeuvre ouverte, edición de
Seuil [Obra abierta, edición Seix Barral]. En el prefacio de su novela Cosmos, Gombrowicz hace profundas
observaciones sobre la constitución de las series divergentes, sobre la manera como resuenan y comunican
en el seno de un caos.
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pensar la similitud e incluso la identidad como el producto de una disparidad de fondo. La
primera define exactamente el mundo de las copias o de las representaciones; pone el
mundo como icono. La segunda, contra la primera, define el mundo de los simulacros.
Pone al propio mundo como fantasma. Ahora bien, desde el punto de vista de esta
segunda fórmula, poco importa que la disparidad original, sobre la cual el simulacro está
construido, sea grande o pequeña; a veces, las series de base no tienen sino una
pequeña diferencia. Sin embargo, basta con que la disparidad constituyente sea juzgada
en sí misma, no prejuzgue ninguna identidad previa y que tenga lo dispar como unidad de
medida y de comunicación. Entonces, la semejanza no puede ser pensada sino como el
producto de esta diferencia interna. Poco importa que el sistema sea de gran semejanza
externa y poca diferencia interna, o a la inversa, con tal de que la semejanza sea
producida sobre la curva y que la diferencia, grande o pequeña, ocupe siempre el centro
del sistema así descentrado.
Invertir el platonismo significa entonces: mostrar los simulacros, afirmar sus derechos
entre los iconos o las copias. El problema ya no concierne a la distinción
Esencia-Apariencia, o Modelo-copia. Esta distinción opera enteramente en el mundo de la
representación; se trata de introducir la subversión en este mundo, «Crepúsculo de los
ídolos». El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega
el original, la copia, el modelo y la reproducción. De las dos series divergentes, al menos,
interiorizadas en el simulacro, ninguna puede ser asignada como original, ninguna como
copia.8 Tampoco resulta suficiente invocar un modelo de lo Otro, porque ningún modelo
resiste al vértigo del simulacro. Ya no hay punto de vista privilegiado ni objeto común a
todos los puntos de vista. No hay jerarquía posible: ni segundo, ni tercero... La semejanza
subsiste, pero es producida como el efecto exterior del simulacro en cuanto que se
construye sobre las series divergentes y las hace resonar. La identidad subsiste, pero es
producida como la ley que complica todas las series y las hace volver a todas sobre cada
una en el curso del movimiento forzado. En la inversión del platonismo, la semejanza se
dice de la diferencia interiorizada; y la identidad, de lo Diferente como potencia primera.
Lo mismo y lo semejante sólo tienen ya por esencia el ser simulados, es decir, expresar el
funcionamiento del simulacro. Ya no hay selección posible. La obra no jerarquizada es un
condensado de coexistencias, una simultaneidad de acontecimientos. Es el triunfo del
falso pretendiente. Simula al padre, al pretendiente y a la novia en una superposición de
máscaras. Pero el falso pretendiente no puede ser llamado falso en relación a un
supuesto modelo de verdad, como tampoco la simulación puede ser llamada apariencia,
ilusión. La simulación es el fantasma mismo, es decir, el efecto de funcionamiento del
simulacro en tanto que maquinaria, máquina dionisíaca. Se trata de lo falso como
potencia, Pseudos, en el sentido en que Nietzsche lo dice: la más alta potencia de lo
falso. Subiendo a la superficie, el simulacro hace caer bajo la potencia de lo falso
(fantasma) a lo Mismo y lo Semejante, el modelo y la copia. Hace imposible el orden de
las participaciones, la fijeza de la distribución y la determinación de la jerarquía. Instaura
el mundo de las distribuciones nómadas y de las anarquías coronadas. Lejos de ser un
nuevo fundamento, absorbe todo fundamento, asegura un hundimiento universal, pero
como acontecimiento positivo y gozoso, como defundamento: «Detrás de cada caverna
hay otra que se abre aún más profunda, y por debajo de cada superficie un mundo
subterráneo más vasto, más extraño, más rico; bajo todos los fondos, bajo todas las
8 Véase Blanchot, «Le Rire des dieux», La Nouvelle revue française, julio 1965: aun universo donde la imagen
deja de ser segunda en relación al modelo, donde la impostura pretende la verdad, donde, en fin, ya no hay
original, sino un eterno destello en el que se dispersa, en el resplandecer del contorno y del retorno, la
ausencia de origen» (pág. 103).
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fundaciones un subsuelo aún más profundo.»9 ¿Cómo exploraría Sócrates ese lugar, esas
cavernas que no son ya las suyas? ¿Con qué hilo, puesto que el hilo se ha perdido?
¿Cómo saldría de ella y cómo podría aún distinguirse del sofista?
Que lo Mismo y lo Semejante sean simulados no significa que sean apariencias o
ilusiones. La simulación designa la potencia de producir un efecto. Pero no solamente en
el sentido causal, puesto que la causalidad resultaría completamente hipotética e
indeterminada sin la intervención de otras significaciones. Es en el sentido de «signo»,
salido de un proceso de señalación; y es en el sentido de «indumentaria» o más bien de
máscara, expresando un proceso de ocultamiento donde, tras cada máscara, una más...
La simulación así comprendida no es separable del eterno retorno; pues es en el eterno
retorno donde se decide la inversión de los iconos o la subversión del mundo
representativo. Ahí, todo sucede como si un contenido latente. se opusiera al contenido
manifiesto. El contenido manifiesto del eterno retorno puede ser determinado con arreglo
al platonismo en general; representa entonces la manera como el caos se organiza bajo la
acción del demiurgo y sobre el modelo de la Idea que' le impone lo mismo y lo semejante.
El eterna retorno en este sentido es el devenir-loco dominado, monocentrado,
determinado a copiar lo eterno. Y es de esta manera como aparece en el mito fundador.
Instaura la copia en la imagen, subordina la imagen y la semejanza. Pero, lejos de
representar la verdad del eterno retorno, este contenido manifiesto señala más bien la
utilización y la supervivencia míticas en una ideología que ya no lo soporta, y que ha
perdido su secreto.
Es justo recordar cuánto repugna al alma griega en general y al platonismo en particular el
eterno retorno tomado en su significación latente.10 Hay que dar la razón a Nietzsche
cuando trata el eterno retorno como su idea personal vertiginosa, que no se alimenta sino
de fuentes dionisíacas esotéricas, ignoradas o rechazadas por el platonismo.
Ciertamente, las raras exposiciones que Nietzsche hace de ella se quedan en el
contenida manifiesto: el eterno retorno como lo Mismo que hace volver lo Semejante.
¿Pero cómo no ver la desproporción entre esta llana verdad natural, que no supera un
orden generalizado de estaciones, y la emoción de Zaratustra? Lo que es más, la
exposición manifiesta no existe sino para ser refutada secamente por Zaratustra: una vez
al enano y otra a sus animales, Zaratustra les reprocha que transformen en vulgaridad lo
que es en cambio profundo, en «sonsonete» lo que es música, en simplicidad circular lo
que es, por el contrario, tortuoso. En el eterno retorno hay que pasar por el contenido
manifiesto, pero solamente para alcanzar el contenido latente situado mil pies más abajo
(caverna detrás de toda caverna...). Entonces, lo que le parecía a Platón que no era más
que un efecto estéril, revela en sí la inalterabilidad de las máscaras, la impasibilidad de los
signos.
El secreto del eterno retorno consiste en que no expresa de ninguna manera un orden
que se oponga al caos y que lo someta. Por el contrario, no es otra cosa que el caos, la
potencia de afirmar el caos. Hay un punto en el que Joyce es nietzscheano: cuando
muestra que el vicus of recirculation no puede afectar ni hacer girar un «caosmos». El
eterna retorno sustituye la coherencia de la representación por otra cosa, su propio
caos-errante. Y es que, entre el eterno retorno y el simulacro, hay un vínculo tan profundo
que uno no se comprende sino por el otro. Lo que retorna son las series divergentes en
tanto que divergentes, es decir, cada una en tanto que desplaza su diferencia con todas
9 Más allá del bien y del mal, § 289.
10 Sobre la reticiencia de los griegos, principalmente de Platón, respecto al eterno retorno, véase Charles
Mugler, Deux thèmes de la cosmologie grecque, edición Klincksieck, 1953.
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Simulacro y Filosofía Antigua, Platón y el Simulacro
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las otras, y todas en tanto que involucran su diferencia en el caos sin comienzo ni fin. El
círculo del eterno retorno es un círculo siempre excéntrico para un centro siempre
descentrado. Klossowski tiene razón al decir del eterno retorno que es «un simulacro de
doctrina»: es sin duda el Ser, pero solamente cuando el «ente» es, por su cuenta,
simulacro.11 El simulacro funciona de tal manera que una semejanza es retroyectada
necesariamente sobre sus series de base, y una identidad necesariamente proyectada
sobre el movimiento forzado. El eterno retorno es, pues, lo Mismo y lo Semejante, pero en
tanto que simulados, producidos por la simulación, por el funcionamiento del simulacro
(voluntad de potencia). Es en este sentido que invierte la representación, que destruye los
iconos: no presupone lo Mismo y lo Semejante, sino, por el contrario, constituye el único
Mismo de lo que difiere, la única semejanza de lo desemparejado. Es el fantasma único
para todos los simulacros (el ser para todos los entes). Es potencia de afirmar la
divergencia y el descentramiento. Hace de ella el objeto de una afirmación superior; es
bajo la potencia del falso pretendiente que hace pasar y repasar lo que es. Pero no hace
retornar todo. Es selectivo, establece la diferencia, pero no, en absoluto, a la manera de
Platón. Lo que selecciona es todos los procedimientos que se oponen a la selección. Lo
que excluye, lo que no hace retornar, es lo que presupone lo Mismo y lo Semejante, lo
que pretende corregir la divergencia, recentrar los círculos u ordenar el caos, dar un
modelo y hacer una copia. Por larga que sea su historia, el platonismo no sucede sino una
sola vez, y Sócrates cae bajo la guillotina. Porque lo Mismo y lo Semejante se convierten
en simples ilusiones precisamente en cuanto dejan de ser simulados.
Definimos la modernidad por la potencia del simulacro. Es propio de la filosofía no ser
moderna a cualquier precio, no más que ser intemporal, sino de desprender de la
modernidad algo que Nietzsche designaba como lo intempestivo, que pertenece a la
modernidad, pero que también ha de ser puesto contra ella: «en favor, espero, de un
tiempo por venir». No es en los grandes bosques ni en los senderos donde la filosofía se
elabora, sino en las ciudades y en las calles, incluido lo más artificial que haya en ellas. Lo
intempestivo se establece en relación con el pasado más lejano, en la inversión del
platonismo; con relación al presente, en el simulacro concebido como el punto de esta
modernidad crítica; con relación al futuro, en el fantasma del eterno retorno como creencia
del porvenir. Lo artificial y el simulacro no son lo mismo. Incluso se oponen. Lo artificial es
siempre una copia de copia, que ha de ser llevada hasta el punto donde cambie de
naturaleza y se invierta en simulacro (momento del Arte Pop)Lo artificial y el simulacro se
oponen en el corazón de la modernidad, en el punto en que ésta arregla todas sus
cuentas, como se oponen dos modos de destrucción: los dos nihilismos. Pues hay una
gran diferencia entre destruir para conservar y perpetuar el orden establecido de la
representación, de los modelos y de las copias, y destruir los modelos y las copias para
instaurar el caos que crea, poner en marcha los simulacros y levantar un fantasma: la más
inocente de todas las destrucciones, la del platonismo.
11 Pierre Klossowski, Un si funeste désir, Gallimard, pág. 226. Y págs. 216-218, donde Klossowski comenta
las palabras del Gai Savoir, § 361 [«El problema del comediante»]: «El placer de la simulación, explotando
como potencia, rechazando el pretendido carácter, sumergiéndolo a veces hasta extinguirlo...»
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sexta-feira, 27 de março de 2009